Libros del Rincón


9. Aparece Celestino


A la mañana siguiente yo ya comía ansias por ver a mi Celestino. Me lo imaginaba todito azul y chocante, subido arriba de un escenario como un gran actor. Don Ignacio y yo fuimos a dar a un jacalón que estaba en las calles del Reloj, un lugar en el que estaban las famosas "maromas", como una especie de teatros en los que se representaban puras obra de chiste y donde había bailes y mucha música. Entramos a uno de ellos, el más famoso, llamado "Don Chole". Estábamos a media obra cuando de pronto lo vi, ¡vi a Celestino que salía al escenario con una señorita despechugada montada en sus ancas! No pude aguantarme las ganas de gritarle. Celestino se volvió para verme y de puro gusto empezó a moverse de un lado para otro, como si estuviera en el campo y no entre cuatro paredes. La señorita despechugada se cayó al suelo, y la orquesta mejor empezó a tocar una música estruendosa, que se llamaba can-can. Salieron muchísimas bailadoras al escenario para distraer a la gente, que ya empezaba con la rechifla y el griterío. Don Ignacio se moría de la risa y a mi Celestino ya se lo habían llevado por entre las cortinas; las señoritas nomás levantaban las piernas y no faltó una señora que se tapara los ojos para no ver semejante descaro. Yo ya me moría de ganas de encontrarme con Celestino, así que me levanté de mi asiento y me fui corriendo hasta el escenario, en medio de las bailadoras de can-can que me trataban de tapar con sus faldones. Desde arriba miraba yo a don Ignacio que lloraba de la risa. Aquello era un desbarajuste, pero encontré a Celestino y eso me llenó el corazón de una alegría infinita. Me daban ganas de bailar como las señoritas y daba brincos de felicidad.

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Ahí, detrás de las cortinas, estaba él. Corrí a abrazarlo y Celestino me miraba también lleno de gusto, abría y cerraba los ojos, meneaba sus orejas y su cola. De pronto, como que se acordó de que él trabajaba ahora en el teatro y se puso tal como yo lo había imaginado: ¡chocantísimo! Le entró un aire de gran señor, levantó su hocico y con sus ojos me hacía como para que yo mirara su color azul brillante que lo había hecho tan famoso. Le di un manazo en el lomo, riéndome yo también de su actitud. En eso apareció don Ignacio, que había ido a pelear con los del teatro, a regañarlos por lo que habían hecho, y regresó para decirme que podíamos irnos y llevarnos a Celestino.

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