Libros del Rincón


8. Una función de teatro


Ya era el atardecer. Yo me sentía muy cansado y empezaba a desanimarme, empezaba a creer que no volvería a ver a mi Celestino; pero después de esa última pista, fuimos por fin a dar a un teatro en el que me dijeron que estaba Celestino. Me despedí de don Rufino, seguro de que encontraría ahí a mi burro y podríamos por fin partir a casa. La gente empezaba a llegar hasta las puertas del Teatro Principal (que así se llamaba). Yo nunca había estado en un lugar como ese: por dentro se parecía un poco a un circo al que había ido de muy niño, pero este lugar no era redondo. En la parte de enfrente tenía un entarimado alto, cubierto con unos cortinones enormes y muy elegantes. Había también asientos, como el circo. Me escabullí entre la bola para llegar hasta un lugar en el que pude sentarme. "Loa patriótica", oí que dijeron unas señoras que se llamaba lo que íbamos a ver. Yo no podía estar tranquilo porque entraban y salían unos señores que me miraban feo, que como que se daban cuenta de que yo no había pagado mi boleto, así que me fui a esconder detrás de los cortineros, a esperar para ver qué pasaba.

De pronto se hizo un gran silencio, la gente se calló y respetuosa, como si se tratara de un velorio, se conservaba muy quietecita. Se abrieron las cortinas y salió una señorita vestida muy raro, "vestida de Patria", dijo ella misma. Me quedé embobado viendo todo aquello. Un señor junto a ella —el Pueblo, decía que se llamaba—, andrajoso y sucio, se había quedado dormido. La señorita Patria miraba los volcanes y los árboles que estaban pintaditos detrás de ella, cuando de pronto aparecen unos señores furibundos, que luego supe que se llamaban el Tiempo, la Discordia, el Hambre y la Guerra. ¡Y que se roban a la señorita Patria! Yo ya para entonces me comía las uñas, ya hasta se me había olvidado la suerte de Celestino, mientras que el Pueblo seguía bien dormidote, siendo que era el único que podía salvar a la señorita Patria, que tanta lástima me daba. Me volvía a ver las caras de las gentes y todas estaban igualito que yo de apuradas. ¿Qué iba a pasar con la Patria? Tan bonita como era ella, tan fresca y tan lozana. De pronto ¡por fin! se despertó el Pueblo y ¡zacatales! decidió ir a rescatarla a como diera lugar. De Celestino ni sus luces, los de este teatro seguro que no se lo habían robado porque ya hubiera salido el Pueblo en ancas de mi Celestino para rescatar a la Patria, enfurecido y dispuesto al combate como estaba. Por fin, después de librar una gran batalla, triunfó el Pueblo y la señorita Patria quedó sana y salva.

La gente empezó a aplaudir y a mi hasta se me olvidó que estaba de colado y que debía guardar silencio. Gritaban ¡HURRRRA! ¡HURRRA!, la orquesta tocaba "Diana, Diana" muchas veces, le aventaban flores a la Patria y al Pueblo, le decían ¡fuera! a la Discordia, al Hambre y a la Guerra. «¡Acaben con ellos, que son los enemigos de la Patria! ¡Fuera, fuera! ¡Buuu, buuuuu!» Levantaron a la señorita Patria y en un griterío y brincadero de gusto se salió toda la gente con la señorita en hombros a la calle. Luego salieron unos señores que eran los autores de la obra, y a ellos les aplaudieron mucho. Todo aquello era un escándalo.

Poco a poco el teatro se fue quedando vacío y yo volví a acordarme de Celestino. Tenía que dejar mi escondite, y cuando creí que ya no había nadie en el teatro salí de entre las cortinas, cuando de pronto oí la voz de un señor:

—«Óigame, óigame, jovencito; ¿usted qué hace allí, pilluelo?»

—«Es que mi Celestino, señor, —le dije— es que lo ando buscando ... »

Y le platiqué todo, muy nervioso de que se fuera a enojar conmigo y a mandarme con los gendarmes a la cárcel. El señor, en cambio, se rió de mí y ni se enojó. Me vio tan preocupado y tan lloroso que me dijo que me fuera con él a su casa, que no me apurara por mi burro, que al día siguiente lo buscaríamos.

Era uno de los hombres más importantes del país —lo supe luego— y me dijo que se llamaba Ignacio Manuel Altamirano. Él salió tan contento del éxito que había tenido la obra, que porque la gente de México empezaba a tener conciencia de lo que era su país, y yo creo que por eso no se enojó conmigo.

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En el camino a su casa iba hablando conmigo como si estuviera tratando con un señor. Me acuerdo muy bien de lo que me decía:

—«Nuestro país ha sufrido tantas guerras, ha tenido tantos problemas y al fin somos libres. Ahora debemos pensar en fortalecernos para no permitir la entrada a invasores, debemos unirnos para construir un país moderno y libre. Nuestra patria es hermosa y debemos estar orgullosos de ser mexicanos.»

Me habló luego de que lo que el país necesitaba era libertad política y religiosa, libertad de expresión, o sea de decir cada quien lo que quería, libertad de trabajo y de casi todo, libertad de casi todo. Luego también me habló del ferrocarril, de la importancia de que éste empezara a funcionar porque haría rutas que nos traerían la paz, el progreso económico, o sea —como él me explicó—, los dineros, para que no hubiera pobreza en la patria. Yo me acordé de papá, que veía con tanta tristeza la cuestión de la inauguración del ferrocarril:

—«A papá le da miedo eso. Nosotros somos arrieros y se nos acaba el trabajo.»

—«Tú puedes ser ahora un arriero moderno, —me dijo don Ignacio mientras me acariciaba el cabello y me miraba enternecido, —puedes pensar en trabajar en el ferrocarril»

Y a mí me dio tantísimo gusto todo esto que él me decía, porque pensé que llegando con papá iba a platicarle lo mismo:

—«Ya no se preocupe más, papá,» iba a decirle, «yo voy a estudiar y a trabajar para ser un arriero moderno y mis hijos, también como yo, aprenderán un oficio.»

Estaba muy orgulloso de papá y de su oficio, y se lo dije a don Ignacio. Él me abrazó y me dijo que el futuro de México iba a ser distinto, que iba a ser brillante y tranquilo, que a nosotros los niños nos tocaría formar un nuevo país, hacer que la patria recobrara su fuerza. Me acordé de la señorita Patria del teatro y pensé que seguro que yo ayudaría para que no se la volvieran a robar el hambre y la guerra. Bueno, me sentí muy bien porque pensaba en todo lo que le diría a papá y en que él también se sentiría tranquilo y contento.

Al día siguiente me dijo don Ignacio que se iba a hacer las averiguaciones sobre mi burro, que volvía hasta en la tarde y que yo me quedara tranquilo en su casa, que ahí me darían de comer y no me faltaría nada.

Pasé el día en el patio de la casa de don Ignacio, jugando con los hijos de la cocinera a unos aros que jalaban con un alambre, jugando rayuela y tuta.

Esa noche, en la casa de don Ignacio iban a recibir unas visitas muy importantes, así que la cocinera se estuvo todo el día haciendo bocadillos, peras prensadas, turrón, licor de rosas y tantas otras cosas con las que yo nomás me saboreaba. Todo porque iba a venir doña Ángela Peralta, que era una cantante muy importante en el teatro, y había que tener la casa lustrosa y muy adornada. Trajeron flores del mercado, limpiaron vidrios, pusieron en la mesa muchos cubiertos de plata y copas de vidrio. Todos querían conocer a la tal doña Ángela, que decían que cantaba como los ángeles.

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Don Ignacio no estuvo en todo el día, pero me había dicho que llegaría para la noche, así que yo no estaba preocupado, metido también en el alboroto de conocer a doña Ángela. Pulieron muy bien el piano de cola de sala para que alguien tocara y doña Ángela, a ver si se animaba, les cantara una canción.

En la tardecita, como a eso de las seis, llegó don Ignacio, nervioso porque ya mero llegaba la invitada. Me dijo que ya sabía dónde estaba mi burro y quién lo tenía, que al día siguiente iríamos a buscarlo porque en ese momento ya no le daba tiempo. Yo pensé que no importaba que Celestino se quedara otro día solo, que al fin él también estaría muy entretenido con eso del teatro.

De veras que cantaba como los ángeles, con razón la llamaban "el Ruiseñor mexicano". Cantó nada más un pedacito de una gran canción muy larga que se llama "La Traviata". Yo me quedé con las ganas de haber visto a doña Ángela en el teatro y todo, vestida con su traje de carácter en medio de un escenario hermosísimo y admirada por las señoritas y los señoritos —que en ese entonces se llamaban "pollos"—, admirada por tanto señor y señora importante

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