Libros del Rincón


4. El plateado


Salimos de Puebla una mañana muy tempranito. Papá me había dicho que al día siguiente tendríamos que estar muy listos, que pasaríamos por Río Frío, el sitio de los bandidos; que deberíamos estar al acecho de cualquier ruidito. Yo sentía que él iba medio nervioso. «¡ARRRRRE, MULAS!,» gritaba más seguido que nunca.

Íbamos en esas cuando la Prieta, la mula que llevaba la máquina de coser, se tropezó y se maltrató una de sus patas. No había modo de hacerla ni para atrás ni para adelante, y menos con la carga que llevaba encima, que aunque no pesaba mucho, sí la hacía más torpe. Me dio muchísima lástima y lo único que atiné a hacer fue ir a buscarle algo de agua fresca del río para que la pobre descansara. Papá se quedó junto a ella y cuando volví a su encuentro me cogió la sorpresa de que había decidido que fuera el flojo de Celestino el que llevara ahora la máquina de coser, que de ese modo, sintiéndose la mula mucho más liviana, podríamos sacarla del atolladero. Volví los ojos para buscar a Celestino que hasta ahora nada más había ido como de paseo, sin llevar nada en el lomo más que a ratos, a mí o a papá cuando queríamos descansar. El muy condenado se había escondido detrás de un arbustito y se hacía el desentendido de puro flojo que era.

—«¿Dónde andas? Ven acá, que ahora te toca trabajar. ¡Ven acá, Celestino!»

Pero no me hacía caso. Se hacía el que estaba observando ahora los vericuetos de las lombrices en el suelo, como si estuviera ocupado en pensar y mirar el mundo.

—«¡Ven acá, te digo, Celestino! No te hagas humo ahora que te necesitamos tanto. ¡A trabajar, flojo!»

No podíamos ponernos a descargar las arrobas de cacao, harina y azúcar que llevaban las otras mulas porque hubiera sido cosa de perder varias horas, así que a Celestino le tocaba la de malas. No hubo remedio. Le amarramos muy bien el huacal sobre el lomo y nos reímos de mirar como dizque doblaba las patas como diciendo que no podía con tanto peso; agachaba la cabeza pidiéndonos compasión el muy flojo, y cerraba sus ojitos para coquetearme a mí y que me compadeciera de su desgracia. Como diciéndome:

—«Ándale, ¿sí? Que mejor no me llevaba la máquina encima, ¿sí?»

No le hicimos caso y a carcajadas empezamos a arrear las mulas. La Prieta pudo caminar sin el peso encima y curada con emplastos que le puso mi papá, y Celestino no tuvo más remedio que seguirnos.

Todo el tiempo Celestino se iba quedando atrás, y adrede ni papá ni yo le hacíamos caso; sabíamos que de lo miedoso que era no sería capaz de quedarse solo en el bosque, le asustaba hasta el chillido de un pájaro arriero como nosotros.

Íbamos cantando, cuando de pronto oímos el ruido de unos caballos a galope. Celestino venía muy atrás con la máquina de coser o se había entretenido mirando algo, porque cuando ellos aparecieron frente a nosotros no estábamos más que las mulas, papá y yo. Era la banda de los de Río Frío. Al frente de ellos venía un plateado, como se les llamaba a estos bandidos elegantes que siempre eran los jefes de la banda. Los botones colgantes de su pantalonera sonaban como cascabeles, mientras que su caballo estaba como encabritado. La silla que montaba brillaba y relumbraba con los rayos de sol que caían sobre los chapetones de plata y las riendas que parecían cadenas del mismo metal. El caballo caracoleaba, y entonces alcancé a distinguir el águila bordada en oro que llevaba en la espalda de su chaqueta y el sombrero lleno de adornos. Los otros, sus compañeros, estaban nomás parados detrás de él, como esperando sus órdenes. El plateado tenía un rostro duro y nos miraba hacia abajo sabiendo, como en todos sus robos, que estábamos muy asustados.

—«¿Qué llevan las mulas?,» nos preguntó con voz ronca y de un solo golpe.

—«Nomás cacao, harina y azúcar,» le contestó papá.

—«¿Está seguro que no llevan nada de más valor, compadre?»

—«Nada, señor,» dijo papá.

Yo me acordé entonces de Celestino y le recé a san Pedro y a toditos los santos del cielo porque no se le fuera a ocurrir aparecer en ese momento. Que se quedara todavía más atrás, porque él era el que traía la carga valiosa. Me concentré para pasarle el recado mentalmente: «¡Ay!, Celestino, entretente lo más que puedas, no te acuerdes de mí ahorita, quédate quietecito allá donde estás.»

—«Pues fíjese, compadre, que vamos a tener que quitarle la carga,» dijo el plateado dirigiéndose a papá.

El miedo de papá, entonces, se convirtió en coraje.

—«Pues fíjese que no,» le contestó.

Entonces sí que yo empecé a sudar frío. Me temblaban las piernas y la cabeza se me iba en pensar en que Celestino no fuera a aparecer en ese momento. Me dio mucho miedo por papá, porque vi cómo el señor plateado iba enojándose más y más mientras discutía con él. Yo sólo veía al plateado y pensaba en que no fuera a darse cuenta de que le mentíamos, pero sobre todas las cosas me preocupaba papá, verlo tan enojado como estaba, saber que ellos eran seis y nosotros nada más dos.

El plateado ordenó a dos de sus hombres que descargaran las mulas. Forcejearon con papá y lo golpearon muy fuerte, mientras yo gritaba, imposibilitado de hacer nada porque otro de los suyos me tenía bien agarrado de los brazos. Papá quedó inconsciente. Descargaron las arrobas y nomás alcancé a ver la cara de satisfacción del plateado, que ordenó con un grito estruendoso:

—«¡Vámonos, señores!»

Se fueron a todo galope y ni modo de alcanzarlos; además, lo único que me importaba ahora era papá, que se había quedado tirado en el suelo. Al recobrar el conocimiento, lloraba de impotencia y de rabia. Nos abrazamos muy fuerte y dijimos maldiciones contra el plateado y contra su gente. Se habían ido con todas las arrobas. Estábamos muy encorajinados. Papá quedó muy maltratado y yo me sentía nervioso, apesadumbrado por él, cuando de pronto oí los rebuznos a la vuelta de la loma. Volvimos la vista y lo vimos sobre la loma con la máquina encima y más azul que nunca, porque el sudor lo había limpiado. ¡Traía la máquina de coser! ¡Celestino la había salvado!

—«Mire, papá, del coraje se nos había olvidado Celestino, se nos había olvidado que trae la carga más importante. ¡La salvamos, Celestino! ¡Salvamos la máquina! ¡Qué bueno que eres tan lento!»

Papá se alegró muchísimo y yo no me cansaba de darle besos y abrazos a Celestino, de acariciarle la panza y brincar a su alrededor, mientras que él conservaba una postura y una cara como de aristócrata, de puro héroe engalanado que se sentía. Papá cambió su cara de tristeza por una mucho más alegre. ¡Habíamos salvado la máquina de coser del robo! Celestino parecía decirnos:—«Ya les había dicho que les convenía traerme,» y levantaba el hocico y movía las pestañas de tan orgulloso que se sentía.

Después de las carcajadas y la algarabía volví a mirar a papá. No se sentía nada bien. Se le veía que le estaba doliendo todo el cuerpo y tenía la cara muy maltratada. Fui a buscar un poco de agua y limpié su cara moretoneada. Habíamos salido de uno de los trances, pero faltaba el más importante: papá estaba sintiéndose mal.

Mientras todo esto pasaba, Celestino seguía en la misma posición, el hocico levantado y la mirada hacia el cielo como si fuera ya una estatua de héroe de las plazas que vi después en México.

—«Ándale, Celestino, ya deja de sentirte el muy muy y vamos viendo qué hacemos con papá.»

Muy cerca de ahí, como me dijo papá, él tenía unos compadres con los que solía parar cuando la noche lo agarraba antes de llegar a la ciudad de México. Sería cosa de que lo subiéramos en una mula y llegar hasta su rancho para que lo curaran. Así hicimos.

Los compadres nos recibieron afligidos por el estado de papá, pero la comadre se puso luego luego a prepararle unos ungüentos de hierbas muy buenos para los golpes. Le hicieron la cama y le dieron un té muy caliente para que descansara tranquilo. Yo me dormí recordando la cara del plateado, pensando que jamás la olvidaría.


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