Libros del Rincón


2. ¡Hacia México!,


Escuché los primeros cantos y aleteos de los gallos. Me asomé por la ventana y los vi alzar sus crestas hacia el rumbo donde sale el sol. Serían las cuatro de la mañana. Yo había pasado la noche en vela. La panza me hacía cosquillas cuando oí la voz de papá:

—«Pablo, es hora de levantarse, ¡nos vamos a México!»

Cuando nos fuimos, sentí cómo a mamá se le atoraba la voz. Ella también había nacido en una familia de arrieros y ese primer viaje mío significaba mucho para ella y para mí. Celestino estaba más gris que nunca, porque yo me había encargado de pintarlo con excesivo cuidado para que papá no fuera a arrepentirse a última hora.

Nos encomendamos a San Pedro, patrón de los arrieros. Papá y mamá estaban todavía frente al fogón de la casa, donde hervía el café en la olla de barro. La luz del día empezaba a despuntar por entre los carrizos que hacían las paredes de nuestra casa. Ellos dijeron juntos la oración de partir, la oración especial de nosotros:

 

«Te pido, apóstol sagrado,
que tan sólo al invocarte
cuando yo al camino salga
y me asalte el malhechor,
cuando me vea atribulado,
allá tu sombra me valga,
siempre estés de mi parte,
en el nombre del señor.»

 

Entonces partimos. En un rato estaba ya claro el cielo y a lo lejos se veía el jacal donde vivíamos. Me parecía tan raro ser yo ahora el que partía y no el que, desde el corral de la casa, miraba cómo las mulas se iban haciendo cada vez más chiquitas, cómo papá agitaba el sombrero hasta el último momento mientras yo empezaba a extrañarlo ya.

Desde el principio de nuestro viaje, papá empezó a hablarme de nuestro oficio, de lo viejo que era y del servicio que había dado a la nación. Papá estaba orgulloso.

—«Desde la época de los españoles,» decía, «hemos traído y llevado mercancía. Unos arrieros van y vienen desde Acapulco. Ellos traían y llevaban cantidad de objetos preciosos, oro y piedras finas que llegaban en los barcos de oriente. Otros, en cambio, los que vienen del norte, han cruzado grandes llanuras y desiertos con sus mulas, atravesando por múltiples peligros y teniendo que enfrentarse a tribus de indios apaches. Desde jalisco viajan otros, cruzando valles muy verdes. Somos un grupo de valientes, y por eso entre nosotros han nacido hombres de ley que supieron pelear. Como José María Morelos, que fue uno de los que hicieron la Independencia. El arriero debe ser fuerte, constante y alerta. Sobre todo ahora, que hay tanto bandidaje por los caminos.»

Yo lo veía desde abajo. Hablaba mientras liaba un cigarro. Era como un gigante en esos momentos. Su rostro curtido y moreno contrastaba con el verde de los árboles altísimos, con el verde de la selva. En ese momento me di cuenta de que ya se había alborotado el ruido de los pájaros, de las guacamayas y de las chicharras. Todos habíamos empezado un nuevo día.

Papá iba arriando las mulas y platicando. Veía su sombrero de ala ancha forrado de hule, sus charreteras de cuero y sus brazos estirados y firmes. Me daba gusto ser su hijo, ser también como él, arriero.

Esa noche paramos en una ranchería en la que me dijo papá que también él había parado con su padre. No nada más Celestino, al que ya se le veían los ojos apagados y que se iba medio de ladito, estaba cansado. Yo también. Habíamos sentido el sol sobre nuestras cabezas todo el día y ahora las piernas estaban como engarrotadas, duras de cansancio. Como yo debía sentirse mi burro, acostumbrado como estaba a pasársela de flojo, nomás pastando y mirando las sombras de los árboles.

—«Ni modo, Celestino— le dije quedito mientras lo descargaba para que papá no fuera oírnos —ya nos tocaba hacernos hombre yo y burro tú, burro de a deveras.»

Celestino meneó entonces las orejas, diciéndome que mejor lo dejara descansar, que no estaba en esos momentos para escuchar prédicas. Lo único que pensábamos era en dormir, así que apenas oímos las pláticas y las carcajadas de papá y los otros arrieros que se encontraban siempre en la misma ranchería para pasar la noche. Apenas entre sueños alcancé a oír que los bandidos de Río Frío andaban operando otra vez en la zona por la que nosotros pasaríamos en nuestro viaje. Yo sabía que de las bandas de forajidos que asaltaban los caminos, la más peligrosa era la de los de Río Frío, pero en esos momentos tenía yo tanto sueño que ni siquiera se me ocurrió pensar en el peligro, y me fui quedando dormido.

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