Libros del Rincón


1. Antes de partir


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Papá no quería que lleváramos a Celestino en nuestro viaje. Decía que, además de ser un burro muy lento, tenía un color que daba vergüenza, que a ningún burro (por más burro que fuera) se le hubiera ocurrido tener: Celestino era azul.

Yo tenía muchas ganas de conocer la capital y de recorrer con mi papá el camino de Veracruz a México por primera vez. Nací en una familia de arrieros y en ese entonces tenía yo diez años. Mi padre, igual que yo, había hecho el camino con mi abuelo, también a los diez años. Él solía contarme de esa primera vez que vio la gran ciudad, de las enormes casonas y las alamedas, de los dulces que por allá vendían. En aquel primer viaje de papá, mi abuelo llevaba maíz y frijol, ninguna carga especial. La nuestra, en cambio, era especialísima: una máquina de coser, además de cacao, harina y azúcar. La máquina era un aparato chico, sin pedales, y para mí era algo muy importante porque era mucho más arriesgado viajar con algo valioso.

La verdad, que yo llevaba noches enteras sin dormir y esperando aquella madrugadita en la que emprenderíamos el viaje, imaginándome el olor de las plantas del camino, pero no dejaba de pensar en mi Celestino y, aunque me dolía en el alma, estaba decidido a no ir si él no iba con nosotros. Y todo nada más porque el pobrecito era azul, como si él hubiera tenido la culpa de que la tonta de su mamá se hubiera quedado pasmada frente al río mientras él nacía. Celestino y yo habíamos sido muy amigos, así que no podía pensar en dejarlo solo, en que no conociera la ciudad y que no viviera como yo esa primera experiencia en el oficio que me enseñaba mi padre y que algún día tendría yo que practicar.

-«¡Además de ser azul, este burro nació pasmado como su madre!,» gritaba mi padre mientras que yo le tapaba las orejas a Celestino para que no oyera esos gritos y fuera a sentirse triste, aunque la verdad, sí era medio lento: se quedaba mirando el cielo -la luna sobre todo-, las sombras de los árboles, y no había manera de moverlo. Yo lo quería muchísimo, lo acompañé desde el día que nació, ese día en que papá se fue hacia la labor afligido de ver que en su casa había nacido un burro azul.

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Me armé de valor y dos días antes de partir me acerqué a papá para decirle que sin mi burro yo no iría, que podía disfrazarlo con ceniza si él quería para que al menos se viera medio gris, pero que me dejara llevarlo. Ya varias veces Celestino y yo habíamos ensayado el disfraz, y no resultaba mal. Del fogón sacaba yo puñados de ceniza, se los iba poniendo al burro en todo el cuerpo y quedaba bien, con pedacitos medio manchados de azul, pero bien. Él ni siquiera se daba cuenta. Ni le importaba tampoco, su color lo tenía absolutamente despreocupado. Después de ver mi insistencia, papá me dijo al fin, sonriendo resignadamente, que lo disfrazara. Así que fuimos al fogón y lo cubrí lo mejor que pude; luego fuimos a ver a papá. Él se reía y miraba mi cara de espera porque yo no sabía qué me iba a responder. Finalmente me dijo que sí, que llevaríamos a Celestino, que no faltaría un puñado de ceniza para disfrazarlo antes de llegar a la capital, que durante el camino no le importaba mucho llevar un burro azul.


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