Libros del Rincón


Un regreso inesperado


Recordaste que el hombre gordo te había dicho la primera vez que se vieron en la terraza, cuando tú le preguntaste si te podías ir: "Por supuesto, el halcón te señalará el camino". En ese momento no supiste qué significaba esa frase, pero ahora, al ver los dibujos sobre las salidas de los caminos, descubriste que sobre uno se encontraba un halcón. Ése debía ser el correcto.

Los niños se mostraban inusitadamente alborotados. Saltaban y brincaban y hasta Sergio, que rara vez perdía la compostura, se veía excitado y platicador. Sin esperar más, los niños se lanzaron por el camino correcto, en cuanto tú se los señalaste. Un poco preocupado, porque no sabías qué podían encontrar a su paso, corriste tras ellos gritándoles que te esperaran. Por alguna extraña razón, los niños corrían a una gran velocidad y pronto los perdiste de vista en una vuelta que dio aquel túnel. Entre más se alejaban, más te preocupabas, así que redoblaste tus esfuerzos. Comenzaste a sudar y una especie de mareo te nubló la vista.

Oías sus gritos cada vez más lejanos. El mareo no daba señales de parar, así que dejaste de correr y sin aliento te desplomaste sobre una especie de banca que se encontraba en aquel lugar. A pesar de tener los ojos cerrados, todo te daba vueltas, cada vez más y más aprisa, hasta que al borde del desmayo te levantaste de un brinco y estabas a punto de gritar con todas tus fuerzas, cuando te diste cuenta de que el lugar había cambiado. Ahora te parecía familiar.

—¿Tú crees que ya estará bien?— preguntó la voz de una anciana.

Un grupo de ancianos te rodeaban. Estabas en un zaguán largo y oscuro. Afuera la tarde era luminosa.

—¿Cómo... cómo llegué aquí?— balbuceaste.

—¿Cómo que cómo?— respondió un viejo elegantemente vestido de traje claro. —Llegaste caminando... bueno, casi corriendo.

Miraste tu reloj: eran las 4:30 pasadas.

—Hay que caminar con más cuidado, cuando uno no se fija por dónde va puede perderse y entonces suceden cosas muy extrañas... —sentenció una anciana que tejía un suéter exageradamente largo y con tres mangas.

No podías creer lo que estaba sucediendo. Todo era igual a tu experiencia del día anterior.

Dándoles un "adiós" apresurado, saliste del zaguán. Unas nubes espesas se formaban a lo lejos. Caminaste sin rumbo fijo pensando en la extraña salida de la Casa de la Chatarra. "Habré soñado todo", te preguntabas una y otra vez, mientras dabas vueltas a las esquinas sin darte cuenta del rumbo que llevabas.

—¡Qué gusto verte por aquí!— te dijo alguien con voz amable.

Allí estabas, enfrente de la tienda de don Isidro. Después de todo, habías llegado como te lo propusiste ayer... ¿o sería todavía hoy?

—Hola— saludaste tímidamente.

—¿Qué andas haciendo?

Ibas a responder, pero en ese momento supiste que todo lo que te aconteció no fue un sueño.

—En la ilustración puedes encontrar la razón de tu descubrimiento. ¿Cuál es?

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En un calendario que tenía don Isidro, entre unas botellas, a la derecha, se veía día 9 y abajo SÁBADO. Así que sí había pasado un día.

—Estuve con unos amigos y al separarnos tomé este camino— le explicaste a don Isidro.— Pero creo que se me hizo un poco tarde ya... ¡Gusto de verlo!

Apresuradamente regresaste a tu casa. Todo estaba igual. En tu mochila había cuatro manzanas, que regresaste al frutero, y tus zapatos mostraban leves huellas de haber estado entre el pasto.

El teléfono sonó con mucha fuerza. Sonó varias veces antes de que te decidieras a contestar.

—Gracias — dijo la misma voz ronca que escuchaste el día anterior.

Un sentimiento de alegría te inundó. ¡Habías rescatado cuatro niños de la Casa de Chatarra!

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