Libros del Rincón


6. ¡México!


Llegamos al atardecer a la ciudad de México. Me parecía increíble estar pisando aquellas calles: Plateros, la Acordada, Segunda de la Pila Seca... Celestino, igual que yo, iba azorado.

Ahora no eran las sombras de los árboles lo que lo maravillaba, sino el sol del atardecer atorado entre las rejas de la Alameda, desbaratándose en cada una de las gotitas de la fuente que hay en el centro. Yo sentía como si me hubiera quedado mudo cuando de pronto, al terminar una calle, nos topamos con aquella gran plaza, con una catedral que casi tocaba el cielo y con todos esos edificios tan majestuosos y elegantes. Sentía una emoción que hasta se me atoraba en la garganta.

Luego supe que ese era el Zócalo y que el mero presidente de la República atendía detrás de una de las ventanas de esos edificios. Me daban ganas de buscarlo para ir a contarle lo del plateado.

Empezó a oscurecer. Se nos retorcían las tripas de hambre. Tanto a Celestino como a mí se nos había olvidado que teníamos panza, que había que cenar algo, cuando de pronto escuché el grito:

—«¡Atole.... tamales.... pambazos!,» y alcancé a distinguir el humito que salía de una olla.

—«¡Atole.... tamales.... parabazos!,» gritaba la marchanta.

Ya con la panza llena, anduvimos buscando un rinconcito donde agarrar la noche para amanecer al día siguiente preguntando por la Primera del Reloj. Ya nomás entre sueños alcancé a oír:

—«¡Las nueeeeve y serenooooo!»

Era el hombre que se encargaba de apagar los faroles de las calles. Todo se quedó completamente oscuro y tranquilo.

¡Qué distinto despertar en la ciudad! ¡Qué ruido aquél y qué alboroto! Nada más mirábamos pasar a la gente, oíamos gritos y risotadas.

—«¡Carbooooón!»

Un hombre tiznado hasta el sombrero lo ofrecía de casa en casa; otro cargaba un bastón en sus hombros y de él colgaban velas de todos tamaños:

—«¡Velas, velas! Lleve sus velas de sebo ... »

Lecheros, atoleros, vendedores de periódicos, marchantas que vendían cecina. Cada uno gritaba a su modo: pilludito y largo unos, seco y como enojado otros. Los niños llevaban sus libros e iban muy apresurados a la escuela; dos pordioseros y una viejita discutían acaloradamente de algo que yo no alcancé a entender bien; las ventanas y los zaguanes de las casas se abrían de par en par y algunas mujeres salían a echar cubetazos de agua para barrer sus banquetas. Se destapaba el verde de los patios y los zaguanes, algunas señoras regateaban el precio de la fruta con las marchantas que llevaban enormes canastos con piñas, mangos, uvas y manzanas sobre sus cabezas. No faltaba uno que bostezara y otro que se tallara los ojos para asegurarse de que había amanecido. Pasaban, brillantes y lujosos, los coches de caballos en los que viajaban señoras de postín, señores de sombreros finos que iban de prisa a sus negocios. Otros coches, en cambio, eran más grandes y llevaban muchos pasajeros. Era aquél un bullicio enorme. Cada quien iba a lo suyo, así que, después de que nos quedamos un buen rato mirando todo aquello, pensé que también nosotros debíamos ir a lo nuestro: buscar al señor José María González, sastre, al que debíamos entregar nuestra carga.

Anduve preguntando por la calle. Celestino, para variar, se entretenía mirándolo todo, se quedaba concentrado con las señoritas, con unos como cojines que llevaban en la parte trasera del vestido. Veía toda aquella elegancia y luego se volvía a mirar mis calzones y mi camisa de manta, mis huracanes y mis pies llenos de tierra, como reclamándome por mis fachas el muy sinvergüenza, como dizque sintiéndose apenado de ser de un patrón tan desarrapado y no de uno de esos señoritos de bombín y nariz levantada que veíamos pasar.

—«¡Órale, Celestino, no seas payaso, no podemos perder el tiempo en tanta cosa ¡Apúrate, pues!»

Había que arriarlo con verdadera energía, porque por él no nos hubiéramos movido del lugar donde amanecimos, de tantas gentes y modos como podían verse desde ahí.

Caminábamos pues, lo más rápidamente que se podía, para encontrar la calle a la que íbamos, cuando de pronto se escuchó el ruido seco, firme, de unos tambores. La gente empezó a ponerse como nerviosa y agitada, a correr todos hacia un mismo lugar, así que Celestino y yo hicimos igual que ellos. Llegamos hasta una bocacalle. A lo lejos se veían los hombres que venían tocando el tambor, unos caballos negros y atrás una carroza fúnebre. La gente guardaba un silencio absoluto; le pregunté a una señora, pues quería saber qué era aquello.

—«Es el entierro del señor presidente Benito juárez, que descanse en paz.»

Las mujeres agachaban la cabeza como concentradas para rezar una oración, los niños se quedaban mirando la carroza negra y la solemnidad con la que marchaban los soldados que la acompañaban. La gente había querido tanto a ese presidente, y se les notaba en sus rostros entristecidos. No faltó quien llorara.

—«Él nos quitó de encima a los franceses, habrá que rezar mucho por él,» dijo un hombre.

—«Ojalá y Dios lo acepte en su gloria,» terció una mujer de chal, «después de lo que les hizo a los curas y a las monjita.»

—«¿Y qué les hizo?, —preguntó otra mujer— ¿quitarles tantos bienes que tenían? ¿Separar los asuntos de la Iglesia de los del Gobierno?

—«Pos vaya a saber si Dios entienda su labor de acá en la tierra,» dijo la primera mujer. «Vaya a saber si San Pedro le abra las puertas de su reino.»

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—«¡Ora, cómo que no, vieja mocha! Si no hubiera sido por él, en manos de franchutis andaríamos, en manos de Don Maisimiliano y de Doña Carlota, de otros más, vaya a saber, como si este país no fuera de mexicanos y habiendo como hay tantos extranjeros que codician nuestras tierras.»

—«Óigame, óigame, yo no soy ninguna mocha, y nomás ando repitiendo las consejas que por ahí dice la gente.»

—«¡Pos no las diga, señora, no las diga!, porque luego ni saben de qué hablan.»

—«Sí sabemos de qué hablamos, ¡y no sea usté majadero!»

El cortejo ya había pasado hacía un buen rato y la discusión empezaba a entrar en calor. Celestino y yo nomás veíamos para un lado y para otro. La señora se echó muy bien su chal para atrás, yo creo que para poder discutir mejor, pero estaba bien enojada. Otras señoritas miraban todo esto como medio burlándose.

—«El peladaje,» decían en voz baja, «no entiende ni lo que anda diciendo. ¿Juárez el que salvo a México? Oiga usted nada más, ¡el que trajo las costumbres licenciosas y el libertinaje!"

Pero de esto sólo se enteraban ellas mismas, mientras que allá, en la otra discusión, se iban metiendo más y más gentes:

—«¿Y ora quién nos lo sustituye?»

—«Pos Lerdo de Tejada, que va a ser el nuevo presidente.»

—«Pero pos como Juárez: no habrá otro.»

—«Ni tanto, ni tanto ... »

—«¡Usté ya cállese, vieja mocha!»

—«Mire, pelado, no me calle porque le va a costar ... »

Muy espichaditos, Celestino y yo mejor nos fuimos haciendo a un lado. No fuera a ser que nos agarraran los moquetes y las guantadas, que a mi Celestino le fueran a dar uno en su cabezota, porque yo como quiera me sentía hombre valiente al que no le daban ningún miedo los pleitos callejeros, y capaz de enfrentarme a todos. Claro, mejor me escapaba por mi Celestino, que estaba tan asustado el pobre. Yo, lo que se decía yo, no tenía miedo... ¿miedo yo, Pablo Luján, arriero, nieto de arrieros —pensaba—, miedo yo? Bueno..., nada más alguito...

En lo que íbamos platicando ya nos habíamos alejado de la bola y ya nada más oíamos los gritos a lo lejos. Volvimos a lo nuestro, a buscar la Primera del Reloj, número tres.

En la tarde, después de mucho andar, dimos con la dirección. El señor José María González era una persona muy amable. Recibió con tanta alegría su nueva máquina de coser, que le iba a permitir tener mucha más clientela, que hasta a mí me dio gusto; pensé que había valido la pena pasar por tantos problemas para traerle su máquina hasta la ciudad. Se nos hizo de noche en casa de este señor y él, por no dejarnos ir tan tarde solos, nos ofreció que nos quedáramos a dormir con él unos días, que descansáramos y cobráramos aliento para emprender el camino de regreso. En la cocina me tendieron una cama y Celestino, que no quedó muy conforme, durmió en la calle, amarrado a la reja de la ventana.

Don José María González, aparte de ser sastre, se dedicaba a hacer un periódico destinado a defender los derechos de los trabajadores, que se llamaba «El Socialista.» Todos los días andaba muy ocupado en ir y venir con los del Gran Círculo de Obreros de México, como decían que se llamaba la asociación, peleando en los juzgados para apoyar a los de la Sociedad Unionista de Sombrerería (¡cómo batallé para aprenderme ese nombre!), discutiendo cómo lograr que el precio del pan fuera menos alto, que se instituyera un cuerpo de policía para la ciudad, que no existiera la pena de muerte. En su casa se reunían siempre muchos señores que, igual que él, leían libros y discutían; decían que debían estar unidos para defenderse, que había que decir la verdad aunque no fuera con bellas frases, sino con frases sencillas, que todos alcanzaran a entender. Se juntaron también para planear cómo podían ayudar a unos sastres que se habían declarado en huelga, una de las primeras del país.

Se vivía a gusto en la casa de este señor González, en un ambiente bullicioso y lleno de opiniones, en el que se veía que todos eran muy amigos, que se ayudaban en todo. Pero yo ya tenía que pensar en regresar, así que una noche decidí que esa era la última. Preparé mi liacho y le dije a Celestino que había que acostarse temprano porque al día siguiente partíamos.


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